La clave no es priorizar lo que está en tu calendario, sino programar tus prioridades.
Stephen Covey
Mirando mi vida y la de muchas mujeres con las que he tenido el placer de convivir y trabajar he notado que frecuentemente la mujer encuentra o por lo mínimo busca su valía personal en el hacer. He visto y escuchado a amigas, clientas, familiares, inclusive yo misma abandonarse en tareas, compromisos, y peticiones, una y otra vez a pesar de que las propias quejas pueden llegar a ser interminables.
Podemos justificar nuestra decisión de estar ocupadas de muchas maneras. Entre las más comunes frases que me ha tocado escuchar o decir son: me hace sentir productiva, no puedo quedar mal, cuentan conmigo, soy la única que puede hacerlo, soy responsable, es lo que toca, me sabe mal no hacerlo, no hay quien le ayude, que van a decir si…, tengo que, no puede esperar.
El problema viene cuando como consecuencia de creerme lo que digo y digo lo que creo, la capacidad de hacer lo ligamos a nuestra valía personal. La estimación de aprecio que merecemos, interna y externa, la basamos en el hecho de cuanto se hace sin tomar en cuenta cómo influyen esas decisiones en el bienestar personal.
En alguna ocasión, cuando aun trabajaba en un corporativo me toco presenciar un ejemplo de ello. Nueve de la mañana, primer junta del día y una compañera explotó en segundos, al momento de ser cuestionada por la inutilidad y pérdida de tiempo de la video-llamada que estaba liderando. Tratando de convencer a los presentes (y probablemente convencerse a sí misma) de la importancia de la llamada comenzó una discusión citando ejemplos y exaltando las semanas que llevaba trabajando horas extras para “el bien del proyecto” sin que nadie le considere o le pague. Toda la ira, el hartazgo, y cansancio que ya venía cargando desde tiempo atrás lo descargo por unos sólidos diez minutos al momento de sentirse desvalorada.
Y es que sin miedo a generalizar hay un común denominador en cantidad de mujeres en este ambiente laboral. Y es demostrar para mostrarse. “Ella” acepta todas las conferencias y video llamadas a las que se le invita. Lee su carpeta de correos incesantemente para accionar lo que, según ella, sí o sí le pertenece. “Ella” además de las responsabilidades que su trabajo le pide, se adjudica o acepta tareas extras, como entrenamientos y mejora de procesos sin mirar que el horario laboral ya de por sí estaba sobrepasado. Ella dirige, lidera, inicia, empodéra a otros. “Hace” continuamente, casi sin darse cuenta cómo esto le esta afectando a ella.
Otro claro ejemplo son los compromisos personales fuera del ambiente laboral. Son innumerables las veces que yo al igual que amigas, compañeras y familiares hemos entrado en itinerarios que delegan estrés, no solo en la gestión de manejo del tiempo, sino también en la salud mental, física y emocional. Compromisos desde ser parte del comité de la escuela, llevar a los hijos a dos o tres entrenamientos entre semana, quedar con la amiga quien busca contar todas sus penas, ayudar a los hijos en las tareas escolares mientras cocina y lava los platos, las citas al doctor, cuidar del gato de la vecina, la visita tradicional a los padres y a los suegros cada fin de semana, y una larga lista de etcéteras que se van añadiendo día con día.
Estos ejemplos son los que me han llevado a la reflexión ¿porqué el hacer es tan importante para nosotras? ¿qué es lo que viene detrás de tanto compromiso? ¿para qué anteponemos la prioridad de “hacer” al bienestar personal?, ¿qué obtenemos a cambio al cuestionarnos nuestra valía personal intrínseca (dada por el simplemente hecho de ser) en “si no hago, o cuanto hago”?
La epigenética conductual y la psicología ya nos han brindado algunas respuestas. Por ejemplo, se sabe que los efectos de un trauma pueden transmitirse a las siguientes generaciones a través de la genética. Es decir, el impacto del trauma puede dar paso a patrones de comportamiento, síntomas y valores que pueden reproducirse, tanto consciente como inconsciente, de una generación a otra. (Lev–Wiesel, 2007). Aquí cabría pensar la lucha que tuvieron nuestros ancestros para demostrar su valor, para ser reconocidas y respetadas. Madres y abuelas que vivieron injusticias, humillaciones, prohibiciones pertenecientes a su sexo en tiempos pasados y que son parte de la expresión de nuestra genética.
Otra explicación son las vivencias que tuvimos como niñas y que nos impactaron emocionalmente formando nuestro carácter, creencias, y conductas de quienes somos hoy como adultas. Por ejemplo, niñas que vieron a su madre priorizar el trabajo antes que su familia, y vivieron una carencia de afecto; o lo opuesto niñas que vivieron la abnegación de las mujeres de su familia hacia con otros, abandonándose ellas mismas.
Una explicación más es lo aprendido e imitado al ser parte de una familia, de una comunidad, de la sociedad que nos ha enseñado a medir nuestro valor y éxito en el hacer-tener. Tomamos las evaluaciones de los demás como las propias. A mayor esfuerzo mayor será la recompensa. ¿Y cuál es esa recompensa que antepongo a mi valía personal intrínseca, a mi bien personal?
Hay una necesidad de ser respetada, aceptada, apreciada, valorada, admirada. Hago, porque nadie me enseñó a yo misma darme ese respeto, aceptación, apreciación, aprobación y admiración. Crecí entendiendo que, al hacer, me gano mi valor personal. No aprendí cómo apreciar el ser humano que soy antes de hacer.
Hay una frase muy popular entre mujeres y es que “si no hago no soy productiva, no aporto”. Se tiene la idea que ser productiva es meter en un periodo de tiempo cuantos más tareas y proyectos posibles. Y eso implica un mayor o menor reconocimiento en consecuencia. Sin embargo, lo que se quiere creer no es necesariamente la realidad. La realidad tal vez es que esta mamá, esta amiga, esta compañera de trabajo, esta yo, simplemente no se ha detenido a preguntarse qué quiere o mejor dicho que necesita. Su enfoque sigue siendo la gestión del tiempo, la imagen que proyecta, complacer, y la comparación con otras. A lo mejor no se ha dado el tiempo de aclararse que es realmente significativo para ella. No ha logrado aún la suficiente perspectiva para saber qué es importante y que no lo es. No cuenta con una definición de sus prioridades, ni de sus valores intrínsecos, ni de las acciones que elige para proteger su bienestar.
¿Qué cambiaría cuando “ella” entienda que el único cliente, familiar, amigo, jefe con quien tiene un compromiso de por vida, y a quién le debe satisfacción y agradecimiento es a ella misma?
Amiga, querida lectora, la próxima vez que te sientas abrumada por la cantidad de compromisos y tareas en tu día te invito a reflexionar las siguientes preguntas.
- Este compromiso, ¿lo he decidido yo, o he permitido que una persona externa tome la decisión por mí?
- ¿Cuál es la necesidad que estoy queriendo cubrir o cual sentimiento, pensamiento, creencia sobre mi estoy queriendo evitar abandonándome en todos estos compromisos?
- Este hacer, ¿tiene un sentido? ¿me hace feliz? ¿Mantengo mi salud mental, emocional, física y espiritual?
Recordemos que el hacer no nos hace más, ni menos que otros y otras. No tenemos porque mal-tratarnos por disfrutar de nuestros tiempos libres con juicios y comparaciones. Es valido que nuestro bien-estar este por encima de la hiperactividad y la superficialidad que imaginamos se espera de nosotras. Al final, no perdemos nada al “no hacer” si estamos listas para darnos todo eso que deseamos de fuentes externas. Poniendo limites, reconocemos que esa valía personal ya se encuentra dentro de nosotras.
Un abrazo,
Edith
Referencias bibliográficas:
Lev–Wiesel, R. (2007). Intergenerational Transmission of Trauma across Three Generations: A Preliminary Study. Qualitative Social Work, 6(1), 75-94. https://doi.org/10.1177/1473325007074167